sábado, 15 de diciembre de 2012

Misiones imposibles del ama de casa común



Me di cuenta de que no tenía suficiente arroz.

Miré la vitrocerámica; la válvula de la olla express estaba a punto de empezar a zumbar con el guiso de carne dentro. El reloj marcaba las dos menos veinte.

Tenía dos opciones: Apagar la olla, salir a comprar, reanudar todo el proceso a la vuelta y empezar a comer a las tres de la tarde o ponerme calzado adecuado y arriesgarme a una contrarreloj hasta el supermercado de quince minutos exactos.

Respiré hondo y, cómo no, me decidí por lo segundo.

Bajé las escaleras a toda velocidad. En el rellano me encontré con la vecina y simulé una emergencia familiar para saltarla por encima literalmente. Salí del portal y crucé la calle hasta la avenida principal. Seguí corriendo. Llegué al supermercado. Había empleado más de seis minutos en llegar así que, teniendo en cuenta que el regreso era cuesta arriba, tenía que invertir menos de dos minutos en comprar el arroz. Había una cola terrible en la caja así que grité que necesitaba salir con urgencia. La gente me miró como si estuviese loca pero una de las cajeras, familiarizada con mi habitual descontrol doméstico, se apiadó de mí y me cobró enseguida. Lamentablemente no tenía cambio por lo que tuve que esperar la llegada de su compañera, quien tardó 25 segundos exactos en llegar a la caja. Recogí las monedas y regresé a la carrera sabiendo que sólo disponía de cinco minutos para recorrer casi tres kilómetros en pendiente... Imposible.


Algo en mi interior me decía que podía lograrlo. No sé qué era, ni de dónde venía, pero lo escuchaba con nitidez dentro de mi cabeza. De repente sentí que era capaz de terminarlo, que no estaba todo perdido y que, aunque la olla no fuese una bomba con cronómetro, yo, CMV, sí podía desconectarla a tiempo.

Cuando cerré la puerta de casa el reloj marcaba las dos menos tres minutos. Apagué el fuego de un salto y me derrumbé sobre una silla de la cocina... Había batido mi propio record. Una sensación de vitalidad inexplicable me invadió por todo el cuerpo y lloré, de alegría y de rabia contenida.

Me había dejado el arroz al lado de la caja registradora.





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