sábado, 19 de noviembre de 2011

Buá

Hacía mucho tiempo que no me pasaba a llorar por aquí... Debe ser a causa de las marchas forzadas. Ahora lloriqueo en los baños de la oficina. Bajo la tapa del inodoro, apago la luz y cierro la puerta. Luego me tumbo. Me quedo quieta y disfruto del frío. Apoyo la cabeza sobre la cisterna y la hago rodar de derecha a izquierda. Subo las piernas y camino sobre los azulejos de la pared hasta que no puedo llegar más arriba. Me quedo allí bastante tiempo. A oscuras todo resulta mucho más sencillo pero también mucho más grandioso. Por el borde de la puerta se cuela la luz formando un rectángulo brillante. La porcelana helada y el destello difuso me hacen sentir como en una tumba.
A través de la pared se filtran los ecos de las conversaciones. Resultan triviales. Todo es absurdo desde la perspectiva de una caja mortecina.

Siempre imaginé, de niña, que morirse era lo más horrible de la vida. Ahora empiezo a entender que la muerte sólo sirve para comprenderse a uno mismo. Es para lo único que sirve y, al mismo tiempo, es lo único que sirve para algo.

De repente se me secan las lágrimas y vuelvo a salir del baño. La oficina sigue en pie, los techos resisten, el suelo no se ha resquebrajado.

Me preguntan, algunos, muy pocos, sobre mis novelas olvidadas. Hay orejas para los sueños, así que debe haber corazones para las historias, sean cuales sean.

2 comentarios:

  1. El mundo es tan feo que en ocasiones uno piensa cuánto tiempo más puede aguantar en él. Se desea que el meteorito adelante su llegada para ahora mismo.

    Pero llega la tarde, un sofá, un buen café, canciones, la gata entreteniéndose con una bola de papel de plata... Y no quiere que caiga el meteorito ahora, quizá mañana; ahora no es el momento. Uno quiere ver cómo será el siguiente capítulo.

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  2. Pues sí. Lo que pasa es que hay capítulos que uno siempre querría saltarse...

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