Había una mujer hermosa que estaba completamente enamorada de un hombre perfecto. Había colocado su retrato al lado del cabecero de su cama para poder verlo cada mañana al despertary así luego maquillarse pensando en Él, con trazos precisos y labios brillantes, hasta

conseguir una apariencia espectacular antes de cruzar el umbral de la puerta de la calle donde Él siempre la esperaba. Pensaban el uno en el otro con pasión, anhelando esos momentos en los que estaban juntos, deseando que sus vidas cambiasen para poder disfrutar aún más de aquel amor maravilloso.
Pero algo cambió. Él tuvo que marcharse y Ella empezó a sufrir a causa de la distancia. Las cartas, el teléfono no era suficiente. A menudo Ella caminaba sola por la calle, triste, recordando otros tiempos. Un día, sentada en un banco del parque, una mano le ofreció un pañuelo para que pudiese secar sus lágrimas. Era un hombre joven de baja estatura, cintura gruesa, nariz grande y profundos ojos marrones. Ella le observó con recelo. Al instante se puso en pie y salió huyendo.
La semana siguiente regresó al mismo banco del parque. Le gustaba aquel sitio porque le recordaba a Él. Cerró los ojos para poder concentrarse en sus pensamientos. Llevaba un buen rato ensimismada cuando sintió como alguien caminaba a su lado. Al abrir de nuevo los ojos no encontró a nadie, excepto un pañuelo blanco cuidadosamente doblado sobre el asiento.
Durante algunos días no quiso volver a aquel lugar. Le asustaba lo que había sucedido. Pero Ella era una mujer tenaz a la que nadie nunca impedía hacer lo que deseaba, así que nuevamente se encontró sentada en el banco. Al poco rato, aquel Otro, el hombre del pañuelo, apareció de repente. Ella quiso marcharse pero él se apresuró a disculparse. Le confesó que no había pretendido molestarla y que sólo había querido evitar su llanto porque no lo soportaba. Eso fue lo que le dijo. Luego se marchó rápidamente, ofreciéndole otra vez su pañuelo. Ella entonces suspiró tranquila.
Empezó a acudir más a menudo al parque. El Otro solía pasar frente a Ella pero apenas se detenía a saludar con un ligero ademán de cabeza, siempre sonriente. Un día, inesperadamente, se aproximó y se sentó a su lado. Le habló de lo feliz que se sentía. Era espontáneo y locuaz. Contaba cosas interesantes, ocurrentes, hasta geniales; pero Ella se limitaba a observarle con tristeza. No entendía.
- Quiero regalarte mi felicidad - Dijo el hombre del pañuelo.
Y ocurrió. Ella empezó a sentirse plena, inmensamente tranquila y radiante. Apenas pudo agradecérselo porque el Otro se marchó muy deprisa.
Al día siguiente, Ella esperaba impaciente sentada en el banco. Quería hablar con aquel hombre. Necesitaba saber cómo había logrado cambiar su vida de golpe, necesitaba respuestas. Aguardó durante varias horas hasta que apareció. Cuando lo miró frente a frente se dio cuenta que él también estaba contento.
- ¿No me regalaste tu felicidad? - Preguntó Ella, asombrada.
- Sí - Asintió él - Y al hacerlo he conseguido la mía.
Volvieron a verse cada mañana para confirmar que realmente había sucedido. Ella no precisaba que el hombre del pañuelo fuese perfecto para sentirse feliz a su lado. No precisaba sentir que estaba enamorada, no precisaba sentir que había encontrado el amor. Un día, al mirar sus ojos profundos a ambos lados de su enorme nariz, el Otro se convirtió en Él, y ya nunca necesitó que nadie la hiciese feliz porque lo era, de cualquier forma y manera, en cualquier lugar, fuese como fuese.